Según la película
estrenada en el 2006 El Código
Da Vinci —basada en la novela del mismo nombre de Dan Brown— se
plantea, como ya sabemos, que el fundador del cristianismo tuvo progenie, y en el documental La cueva de la
tumba de Jesús —producido
por James Cameron— se dice que se
lo sepultó en Talpiot, Israel, junto a su esposa María e hijo Judas. Si se
pudiera demostrar la certeza de ambas hipótesis controversiales, se probaría que
Jesucristo existió como un hombre
mortal real y que no fue un ser
mitológico producto de la tradición, el apóstol Pablo y la religión organizada.
Pero eso, evidentemente, llevaría a la paradoja de que murió pero no resucitó y
que era tan “hijo de Dios” como cualquier otro ser humano. Y de esa forma se
vendrían abajo los cimientos de la cristiandad.
La crítica a la presentación sobrenaturalista, que sólo los creyentes
pueden aceptar por fe, de Cristo Jesús[1]
(su concepción virginal y hazañas milagrosas), o de cualesquier otros
fundadores de religiones extintas o sobrevivientes, no es nueva como
recordaremos. Pero lo que hizo El Código Da Vinci –tanto el
libro como la película– es algo que no se ha hecho antes: divulgar de modo
exitoso y a nivel mundial su presentación como un ser humano de carne y hueso,
capaz de casarse y tener hijos (eso ya lo habían dicho muchísimo antes los
evangelios apócrifos y además el escritor
griego Nikos Kasanzakis en su novela La última tentación de
Cristo que también fue
llevada a la pantalla grande en 1988).
Ciertamente El
Código Da Vinci, como aducen sus críticos, es una obra
ficticia que contiene ciertamente algunos datos errados –como la espuria
sociedad secreta del Priorato de Sión– cuya calidad literaria es cuestionable
–incluso el mismo Vargas Llosa la puso en entredicho. Pero ningún creyente ha
podido demostrar hasta hoy que cualesquiera de sus llamados libros sagrados
sean de origen divino y no simplemente relatos producidos por la sabiduría y la
imaginación populares entremezcladas, en el mejor de los casos, con la
realidad.
Por su parte, Simcha Jacovici,
codirector del reportaje sobre la tumba
de Jesús, en 2002 había aducido en otro documental[2] haber
encontrado el osario con los restos de Jacobo, uno de sus hermanos, gracias a
una inscripción que finalmente resultó espuria (en 2001 también se estrenó la
película El Cuerpo donde se descubre los posibles restos de Cristo pero
que al final son destruidos).
Como es sabido, ya desde la
antigüedad se discutía si Jesús era Dios mismo, su hijo o sólo un hombre –Arrio
creía que no era Dios pero sí su hijo como los actuales testigos de Jehová.
Desde sus orígenes se puso en duda al cristianismo, el origen sobrenatural y
los milagros de Jesús –el filósofo platónico Celso cuestionó[3] que
los cristianos den más preponderania a la fe que a la razón, la resurrección y
milagros de su mesías, consideraba, como el
Talmud, que era un mago– e incluso su misma existencia –contemporáneamente lo hicieron, por ejemplo,
los teólogos alemanes Bruno Bauer y David Strauss en el siglo XIX y el
germanista británico George Wells a fines del XX.
También en la época antigua se
creía que muchos héroes y seres (semi)divinos fueron concebidos
sobrenaturalmente (como el hindú Buda, el persa Zoroastro), curaban
enfermedades o resucitaban muertos (el dios griego de la medicina Asclepio o
Esculapio para los romanos), obraban portentos (el dios egipcio Sobek podía
caminar sobre el agua y convertirla en vino) e incluso visitaban el infierno o
lugar de los muertos (el semidios Hércules).
Es interesante el caso de alguien
que fue casi un colega rival de Jesús: Apolonio de Tiana (Asia Menor), quien
murió por el 78 e.c. Apolonio, siendo joven, fue a estudiar a la ciudad de
Tarso, donde se hizo pitagórico y así renunció a la carne, el vino, el
matrimonio y a su herencia, llegando a vivir como monje pobre, vagando por las
ciudades mediterráneas. Ordenó a sus seguidores a no dañar a ningún ser vivo y
escapar del odio y los celos. Ellos decían que era hijo de Dios, que podía
atravesar las puertas, sanar enfermos, expulsar demonios y resucitar a los muertos (milagros similares a
los atribuidos a Jesús). Fue a Roma a responder por los cargos de brujería y
sedición ante el emperador Domiciano que lo encarceló hasta que escapó. Los
discípulos de Apolonio afirmaron que se les apareció después de morir y que su
cuerpo subió al cielo (como Jesús).
Así que la hipótesis del origen mitológico de Jesús[4] no es
tan infundada como muchos, creyentes o no, podrían aducir.
Sin embargo, a pesar del avance
científico-tecnológico de nuestra época siguen apareciendo autodenominados
dioses o hijos de los dioses con muchos seguidores que les creen e incluso
matan –como en el pasado– si se les ofende o cuestiona su divinidad. Por
ejemplo, por todo el mundo hay quienes se han proclamado la segunda encarnación
de Jesucristo, como el venezolano Luis Miranda, el chileno Luis Antonio Soto Romero o el peruano
Ezequiel Ataucusi, o simplemente una
encarnación de Dios, como el hindú Satya Sai Baba.
Satyanarayana Raju, que es el
nombre original de Sai Baba, nació en 1926, y sus devotos creen que
(supuestamente) hace aparecer relojes, anillos, collares y monedas con sólo
girar su mano, o que convierte piedras, joyas y agua en dulces, flores y
petróleo. Aunque dicen que además puede sanar enfermos con ceniza, hacer
operaciones quirúrgicas mentalmente e incluso resucitar muertos, no pudo salvar
de morir a su cuñado de hidrofobia ni rehusó recibir tratamiento médico por la
fractura de su pierna y el desgarro de su apéndice. Pero a diferencia de Jesús
o Buda, según cuentan los relatos “sagrados” de las religiones respectivas que
originaron, Sai Baba vive en medio de lujo y comodidades, como un Mercedes
Benz, donados mayormente por sus seguidores occidentales.
Ahora, volviendo al caso de
Jesucristo, si él realmente existió como ser de carne y hueso y no como
invención literaria, su vida y muerte no necesariamente fueron sobrenaturales
como han creído y creen los cristianos –sean católicos, protestantes, orientales,
etc. Una cosa es creer y otra saber. La creencia no es prueba, al contrario la
fe es “la certeza de cosas que no se ven”, dice el mismo Nuevo Testamento.
Las afirmaciones y testimonios de
los creyentes pueden estar sinceramente equivocados, cuando no son fraguados.
Esto es, las hazañas milagrosas pueden ser fraudes producidos por trucos de
prestidigitación (en la actualidad los vemos en los magos profesionales); las
sanaciones por fe pueden ser curaciones espontáneas o aparentes provocadas por
la sugestión y el efecto placebo, o inducidas por el conocimiento de la
medicina tradicional. Pero en general, los casos milagrosos son exagerados a
través de relatos fantásticos, transmitidos de generación en generación,
basados en la interpretación o invención de sus autores u originadores y, dadas
ciertas circunstancias políticas, esparcidas a punta de espada.
Así que, mucho
cuidado con lo que se afirma de los llamados dioses o hijos de los
dioses encarnados en cuerpos de seres humanos –así como de similares profetas,
siervos y enviados de los dioses del más allá. Muy probablemente sean simples
seres humanos mortales, seres del más acá, incluso no más sabios que nosotros
(como lo creen y afirman ciertas personas, una minoría de incrédulos, ateos,
escépticos, librepensadores, racionalistas, etc.). O peor aún que todos los
dioses que han adorado y siguen adorando la mayor parte de los miembros de
nuestra especie son sólo productos de su portentosa y arcaica imaginación y de
sus grandes necesidades y debilidades primigenias, y que, conjugadas, han
creado toda gama de ideas religiosas trasmitidas de generación en generación en
toda época y lugar.
Ahora bien, ¿el no creer en
los fenómenos o seres sobrenaturales (dioses, espíritus, animales y seres
mitológicos o folklóricos, etc.) es prueba de que no existen? Si la respuesta
es negativa, si no se puede demostrar su inexistencia, ¿eso llevaría
necesariamente a la conclusión de que existen tales sucesos? (es decir a una falacia
del argumento por la ignorancia). No, solamente probaría la gran facilidad y
capacidad de muchísimas personas a través de la historia de creer en lo
extraordinario o lo paranormal[5]
antes que usar la razón y el cuestionamiento.
[1] La palabra española Jesús
proviene del hebreo Yoshua, un nombre común en esa época y Cristo
es el equivalente griego del hebreo Mesías, ambos términos también
castellanizados, que en nuestro idioma significan el “Ungido” título que
diversos personajes proclamaron como suyo en la Palestina antes y
después del siglo I d.C. o e.c., es decir, de nuestra era común. Al ser Jesús
un nombre común hubo muchísimos que lo tenían (es como el de Juan, un nombre
común en el mundo hispanoparlante o su equivalente inglés John).
[2] Incluso ha hecho un tercer
documental polémico: El Éxodo decodificado, donde intenta demostrar con
pruebas arqueológicas y geológicas que sí se produjeron las famosas plagas de
Egipto y la salida de los israelitas de ahí y su cruce extraordinario del mar
–pero a pesar de explicar estos sucesos de modo natural, al final deja abierta
la cuestión del origen sobrenatural de la desencadenación de los mismos.
[3] Lo hizo en su Discurso
verdadero (178 d.e.c.).
[4] El documental El dios
que no estuvo ahí (2000) de Brian Fleming apoya esta postura.
[5] Lo que el filósofo
estadounidense Paul Kurtz llama tentación trascendental.